Las sagas familiares son para el verano
El calor se congela en este espacio pequeño en el que cabe una casa ficticia y un apellido ajeno. Quizá no buscamos una historia nueva, sino comprender mejor la que ya venimos viviendo.
Hace algo más de un mes que comencé a escribirte estas Cartas desde los Mares de Ítaca y de pronto ya estamos sumergidas en pleno verano. Inaugurar julio siempre es estimulante: comenzamos con un cumpleaños en casa, se planean viajes, quizá encuentros familiares, lista de libros por leer - sí, esa que llevo postergando desde hace meses, seguro tú también tienes otra - buscamos rincones a la sombra, siestas al aire libre… Todo ralentizado aunque el calor nos agite por dentro. Si a ello le sumas dos hijos, el escenario varía enormemente pero hay algo indeleble al verano: las grandes historias de sagas familiares que alimentan el paso de los días y alivian la desidia estival.
Una historia que ya estaba escrita antes de que tú llegaras.
Hay veranos que piden evasión. Este, en cambio, intuyo que va a ser de los que reclaman profundidad. Una necesidad de cavar un poco más, de encontrar sentido en las capas que hay bajo la superficie. Quizá tú también has sentido alguna vez esa urgencia de buscar el hilo que te une a lo que vino antes. Esa pequeña grieta por la que asomarse a un orden anterior, a una historia que ya estaba escrita antes de que tú llegaras.
Cuando era niña mi madre solía entretenerme con anécdotas familiares. Aún hoy le pido que me las recuerde; aunque me las sepa al dedillo siempre hay alguna emoción nueva. Son las vidas de parientes que no he llegado a conocer y que me precedieron. Entonces -igual que ahora- se iban componiendo en mi cabeza como seres mitológicos batidos por la ironía de la vida. Cuando terminaba con la vida de algún tío lejano o una abuela desconocida, yo le pedía otra historia, sólo una más, como quien reclama una segunda función.
Una vez mi madre se paró en seco, me miró y dijo: “Vaya… toda esta gente de la que te estoy hablando está muerta.” Cierre de telón. Aquello terminó de envolver cada una de esas caras imaginarias en leyendas.
Lo crucial que es llegar a una historia en el momento oportuno.
Desde entonces tengo debilidad por las narraciones personales de quienes alguna vez se vieron obligados a tomar decisiones trascendentales que alteraron sus previsibles existencias. Es que cada una tiene sus placeres… Suelos que crujen, apellidos imborrables, familias en ruinas atrapadas entre la memoria y la caída. Y, si además, la conciliación familiar me lo permite ya no se puede pedir más.
Por eso, y porque quiero hacer de esta Carta algo ligero que te puedas llevar este verano, hoy voy a hablarte de algunas sagas familiares que he conocido a lo largo de veranos pasados y que siguen presentes en mí. Historias para leer en las pausas de juego, chapoteos y cenas ligeras. Y si tú tienes alguna recomendación me encantará anotarla.
Comenzamos por mi familia favorita. Ésta fue real y de entre todos los miembros que la integran, la madre es el eje central. Se trata de los Durrell: Gerald Durrell compone en la Trilogía de Corfú un relato naturalista sobre la isla griega al tiempo que observa al resto de su familia como quien visita un zoológico. Es divertidísima. No hay suelos que crujen pero hay una isla griega con la que soñar. La última adaptación es la serie producida por la BBC, The Durrells, cuya banda sonora es el broche perfecto para cada capítulo.
Otra de mis familias predilectas es la descrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, príncipe siciliano, en su única obra El Gatopardo. En la ficción, como en la realidad del propio autor, el protagonista ve desmoronarse lentamente todo aquello que había sostenido su linaje durante siglos. Nos vamos a la Sicilia de finales del siglo XIX, en plena unificación italiana. El príncipe de Salina contempla la desaparición de su mundo con una melancólica lucidez. Una novela de despedida vestida de ironía, orgullo y belleza que alimenta el mito siciliano.
Si queremos que todo siga como está es necesario que todo cambie
- Tancredi, sobrino del príncipe.
Continúo con mi lista porque quería recordar La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende. Elijo esta obra para hablarte de lo crucial que es llegar a una historia en el momento oportuno. Intenté varias veces comenzar este libro y no conseguí entrar hasta el tercer intento. Un verano, una mudanza en una ciudad alemana de Renania Westfalia y mucho tiempo para conocer a fondo a la familia Trueba fueron claves. Clara del Valle es uno de mis personajes predilectos de la literatura contemporánea y se sitúa en el centro de cuatro generaciones chilenas en el siglo XX donde la fuerza de sus personajes femeninos son el motor de supervivencia.
Termino con Natilia Ginzburg y su novela Todos nuestros ayeres. No se trata tanto de una saga familiar en este caso, sino de la historia de una sociedad, la italiana, que sobrevive entre en fascismo y la resistencia en la primera mitad del siglo XX. La protagonista, Anna, vive en una casa familiar en el norte del país. Poco a poco, lo que parece rutina se ve sacudida por la historia que explota: el fascismo se impone y las decisiones se hacen urgentes. Leer a Ginzburg es saber que quien narra está al otro lado del sofá.
Y así, entre Corfú, Sicilia y los ecos del sur de Chile cierro esta Carta que inaugura julio. Éstas son algunas de las familias que siguen acompañándome en mi viaje a Ítaca. Leer sagas familiares en verano tiene algo de sabroso secreto. El calor se congela en este espacio pequeño en el que cabe una casa ficticia y un apellido ajeno. Quizá lo que buscamos no es una historia nueva, sino una forma de comprender mejor la que ya venimos viviendo. Te deseo una lectura acompañada, sin prisa.
Desde el Sol de Ítaca.